Notas autobiográficas publicadas
COMENTARIOS Y EVOCACIONES DE PERSONAS Y CONTEXTOS RELEVANTES
Sobre mi madre y su mundo
Mi madre, Justina Espada Muñoz, nació en Almendros (Cuenca) el 14 de Mayo de 1908. Era la tercera hija de Luis Espada (Agricultor-aparcero) y Antera Muñoz (Panadera, que sostenía el horno de Almendros), ambos fallecidos a consecuencia de una epidemia de neumonía en 1935. Le precedían su hermana Antera (1905-1953) y su hermano Antonio (1906-desaparecido en 1937). Le seguirían tres hermanos (Anastasio [1917-1994], Tomás [1920-2011], Juliana [1924-2017]) de entre cinco nacidos y dos abortos. Mi madre falleció el 6 de Agosto de 1982 a consecuencia de una lesión coronaria que venía desde su juventud, probablemente asociada a fiebres reumáticas no tratadas.
Con escaso horizonte como mujer en un pueblo campesino, y apenas dieciséis años, se vino a Madrid a servir, acompañando a su hermana mayor Antera que abrió ese camino. Empezaron trabajando al servicio de una familia de burguesa de la calle Postas. No hay datos precisos de esos primeros años en Madrid, salvo una fotografía datada hacia 1926 en la que están ella y su hermana mayor Antera.
Antera (21 años, a la izquierda) y Justina (18 años, a la derecha), Madrid hacia 1926
Se sabe que poco después, hacia 1928, pasó a estar en el personal de servicio de la cocina del Palacio Real de Madrid, como ayudante de repostería, y posteriormente cocinera, al servicio de S.M. Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia de Battenberg, hasta su abdicación en 1931. Integrada en el servicio de la familia real pasaba temporadas en Madrid, pero también en Zarauz y Fuenterrabía. Tras la proclamación de la II República (14 de Abril de 1931) pasó a trabajar para la familia de José María Gil Robles y Quiñones, diputado en las Cortes republicanas entre 1931 y 1939, y ministro de la Guerra en 1935, perteneciente a la Confederación Española de Derechas Autónomas.
Visité las cocinas del Palacio Real de Madrid en Mayo de 2023. Se conserva el espíritu de época, y se puede recrear algo del ambiente que allí se pudo vivir en esos años.
Tras las elecciones de 1936 y poco antes del inicio de la Guerra Civil Española, mi madre, que en Julio de 1936 estaba en Fuenterrabía (Hondarribia), se quedó al servicio de la casa de Alba (con el XVII Duque de Alba, Jacobo Fitz James-Stuart, viudo en esa época), con quienes pasará la guerra, habiendo estado refugiada en el Palacio de Magalia (Las Navas del Marqués, Ávila) hasta el final de la guerra, en que regresó a Madrid, instalándose ya por cuenta propia, primero como modista, abriendo una Academia de Corte y Confección en la casa de la Calle Canarias nº 22, la cual permanecerá activa al menos hasta 1954, simultaneando su actividad como patrona de una casa de huéspedes, la cual mantendrá abierta hasta 1966.
Mi madre no tuvo estudios. Las mujeres no iban a la escuela en esa época y menos aún "en el pueblo". Aprendió a leer y escribir con la ayuda de su hermano Antonio, el único de la familia que sabía leer y escribir y se interesó por la cultura. Aprendió cocina en el servicio de Palacio, adonde es remitida desde la casa de la calle Postas, y bajo la influencia de los procedimientos de la cocina francesa, especializándose en Repostería, y bajo la tutela de la obra “La Cocina Completa” de María Mestayer de Echagüe, Marquesa de Parabere, cuya primera edición en castellano conservó toda su vida. Aprendió Corte y Confección por correspondencia, mediante el Sistema Martí, llegando a ser una reconocida modista y también maestra de modistillas, fundando su propia Academia en el Madrid de la postguerra, años cuarenta. En 1943 falleció de tuberculosis su prima paterna Margarita, quien estaba casada con quien sería mi padre, dejando huérfanos a cuatro hijos, el más pequeño con apenas 3 años. Poco después mi madre se haría cargo de los hijos de su prima, la mayor, Custodia, vino a Madrid a aprender Corte y Confección a la Academia de mi madre, y en 1949 mi madre se casó con el viudo de su prima, mi padre Tirso, ocupándose unos pocos años de la crianza de los pequeños, hasta que hacia 1952-3 mis padres se separaron, Custodia regresó al pueblo de mi padre (Puebla de Almenara, Cuenca), donde puso su propio taller de costura, mis dos hermanos por parte de padre fueron yéndose a estudiar cada uno en su momento al seminario menor, que luego abandonarían, trabajando primero con mi padre que era Maestro de Obras, y distanciándose después de él, mi hermano mayor Tirso como maestro de obras dedicado especialmente a la rehabilitación del patrimonio histórico-artístico, especialmente de la arquitectura gótica del Cister; y mi hermano Rodolfo como mecánico de aviación, que trabajó para IBERIA, ambos hasta su jubilación; mi hermana Emilia permaneció un poco más en Madrid, en casa con mi madre, haciéndose enfermera, y siguiendo después su propio camino, y acompañando a mi padre en sus últimos años.
Situemos su historia, y la mía con ella, en sus contextos. Mi madre nació en un pueblo conquense, principalmente agrícola, donde los propietarios de la tierra, generalmente grandes propietarios, arrendaban las tierras a aparceros que las cultivaban y obtenían una parte del beneficio. Esa era la ocupación de mi abuelo materno, Luis, quien había de sostener a su familia con los rendimientos, frecuentemente escasos de las tierras. De hecho su muerte está asociada a su tozudez en arar las tierras a pesar de la tormenta de la que acabó falleciendo por neumonía, llevándose consigo a mi abuela materna, que llevaba el horno del pueblo y con ello también sostenía a su familia. Los hijos/as, ya desde pequeños, tenían que ayudar en el campo, no había otra alternativa. Y quien quisiera salirse de ese destino había de marchar del pueblo. Ese camino tomaron sus hijas mayores, entre ellas mi madre viniéndose a servir a Madrid, y luego ya forzosamente todos los demás hijos tras la muerte de los padres en 1935, unos hacia Valencia, otros hacia Madrid. Mi madre contaba que cuando ella regresó en 1935 al pueblo para hacerse cargo de los hermanos pequeños y de recoger lo poco que quedó a la muerte de sus padres, su dolor y rabia por lo allí vivido era tan grande que juró no volver al pueblo más que muerta, y lo cumplió. Nadie de mi familia materna permaneció allí, aunque obviamente quedaban vínculos diversos que permanecieron durante mucho tiempo, y su huella se siente aún.
Sobria en sus expresiones emocionales, pragmática en afrontar las dificultades de la vida, mi madre siempre luchó por salir adelante, previniendo que en cualquier momento las circunstancias obligarán al sufrimiento, la escasez o la devastación. Cuando hube de ocuparme tras su muerte en 1982 de los asuntos de su casa, conservaba una alacena repleta de productos básicos “por si volvía la guerra”. Las penurias de la guerra civil, y de la postguerra empaparon a esa generación, y a parte de las siguientes. Sabíamos los riesgos, conocíamos las necesidades.
Mis primeros años, hasta empezar a ir al Colegio Nacional a los 6 años, entonces sito en la calle Pedro Unanue, barrio de Delicias, transcurrió al principio entre modistillas, y luego con los huéspedes, algunos de ellos estudiantes de Medicina en el Hospital Clínico San Carlos, en la calle Atocha (hoy Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofia). No tuve habitación propia hasta los 15 años (cuando empecé a trabajar, primero en el verano, y luego ya continuadamente). Con el eco de las palabras de Virginia Woolf, la habitación propia abrió un horizonte de posibilidades para mi subjetividad, incluidos los primeros escritos, y fue también la metáfora y soporte de un nuevo horizonte, la ventana al mundo.
No es un recuerdo, pero mi madre me ha contado que yo con 2 o 3 años me metía a jugar debajo de la larga mesa de patrones y corte, donde colgaban telas. Una vez al parecer cogí unas tijeras y andaba cortándome los ricitos del pelo, con gran susto de quienes me descubrieron.
Del invierno de 1953-54, si conservo una imagen y experiencia vivida, cargada de afecto. Se trata de una mañana, al levantarme, estar en el suelo de ladrillos de barro cocido de la cocina de casa junto a una olla de porcelana de cocinar, en la que mi madre ha encendido unas astillas, calentando el ambiente (y preparando el posterior encendido de la cocina económica). Un momento grato, cálido, frente al frio invernal del resto de la casa, cerca de mi madre, que tal vez preparase el desayuno o quizás la comida del día.
Tras el colegio nacional, el ingreso a los Salesianos de Atocha, y todo lo que vino después, ya recogido en otros escritos. Mi madre me legó su coraje y su ansia de vivir y superar las dificultades. Aunque quizás otras hubieran sido sus fantasías, no intentó cerrarme la puerta al mundo, a un mundo propio diferente del suyo. Sali, y lo recorrí. Aunque no se lo haya expresado lo suficiente, mi gratitud permanecerá siempre.